domingo

Ojos que brillan de vida

Un hijo es lo más grande que te puede pasar en la vida. Es puro amor materializado en carne y hueso. Es la unión de dos almas que se aman. Una tormenta de paz y una tranquila brisa cargada de energía que llega a tu vida cada día. Es el despertar animal de una capacidad innata para amar incondicionalmente, para proteger, para enseñar, para educar, para jugar, para crecer, para vivir...y ser feliz.

Un hijo o en mi caso, una hija, supone abrir los ojos cada día buscando su sonrisa y adormentarse al son de su respiración pausada. Es escribir y escribir, relatos y poesías, a dos manos, sin parar, y que la inspiración no cese nunca. Porque una hija es inspiración. Inspiración divina (y lo escribo aún siendo ateo), que no existía hace poco pero que la sientes como que estuvo ahí siempre. Como si toda tu vida hubieras estado esperándola, a ella. A tu pequeña.

Familia y Hogar son dos palabras cuyas mayúsculas pesan demasiado y tremendamente frágiles en el léxico contemporáneo, porque tienen que ver con expectativas. Pero cuando logras una de ellas, no te planteas la siguiente. Solo lo vives con una sonrisa, con el corazón tranquilo; jalonado de sonrisas y curado a base del temor de todo padre, de que todo vaya bien.

Es ridículo decir que las prioridades cambian, porque cambias tú y toda tu vida. Aunque más que cambio, yo creo que ser padre nos devuelve a nuestra esencia. A lo que somos, lo que podemos llegar a ser. Una vez hace mucho tiempo escribí que somos lo que seremos sin miedo a saber lo que hemos sido. Hoy es una frase que me suena casi profética.

Un hijo o una hija es lo más grande que te puede pasar en la vida. Creedme. Porque no hay más felicidad que en la eclosión de una nueva vida.

De un padre enamorado a los amores de su vida.

jueves

Retahíla estacional improvisada

No culpes al otoño de tu melancolía, no pretendas que la primavera te traiga la alegría perdida. La frialdad del invierno no dará paso a más fantasía que la que el verano dejó entre bambalinas en el teatro del tiempo. El agua de la lluvia no borrará las huellas de la orilla, ya marcadas desde hace años, de un enjambre de pies que caminan y caminan, sin mirar lo dejado atrás, sin buscar el significado de la mar. Sólo caminan.

Que las estrellas no te distraigan de la luna, ni los satélites artificiales banalicen tu atención y canalicen tu intención. Su brillo, el de la luna, sólo se refleja en pupilas que se emocionan al verla. Si no sueñas con alcanzarla quizás nunca puedas llegar a tocarla. El viento impulsa esos sueños que en la estratosfera se detienen, topamos como de costumbre con la jerarquía de las cosas, con la obediencia ciega a las leyes, a la tiranía de la física cuántica.

Culpa al paraguas que para la savia nueva, y no a la gravedad de la caída de las hojas. Culpa la falta de sombra, pero no culpes al sol. Sal desnudo de tu escondite y visita otras cabañas, y cuando vuelvas con el pecho hinchado y el corazón henchido, vuelve a respirar; como si fuese algo nuevo. Olvida el oxígeno y piensa en el aliento que transmites. Vuelve a vestirte y piensa en que nada puede pararte, en que nadie tiene la culpa. Que la condiciones son relativas, y aunque tu mismidad no sea absoluta, el alma que dejas a cada suspiro sobrevivirá tras tu paso en otros cuerpos.

Pero no te lamentes, lucha.
No culpes, busca.