viernes

Disfemismo estético

La belleza salvará el mundo (Fedor Dostoyevski)

La objetividad no existe. Se busca, se pretende, se finge o incluso se alaba; pero no existe. Es el intocable Sol al que muchos aspiran pero ninguno toca. El ser humano es por antonomasia subjetivo. Ojo avizor, pues, a quien habla bajo el presunto calor de un sol de objetividad, pues probablemente tal "astro rey" no sea más que una incandescente bombilla.

Con la belleza pasa algo parecido. No puede ser entendida, la belleza, sin aceptar cuán subjetivo es el ser humano. Pues lo bello es mutable e incluso inapreciable para muchos. La belleza puede ser única o común, duradera o fugaz, extraña o compartida. Lo que nunca será la belleza es objetiva.

Ya no es bello (banalmente) veranear en un apartamento en Torrevieja o en la Manga, ni los pantalones de campana; nadie ve belleza en la decadencia de Detroit ni en el asesinato de un animal, por el motivo que fuere. La belleza ahora es la naturaleza como ayer lo fue la industria bajo una elegante escafandra del progreso abstracto, como un fin a sí mismo.

La belleza no se puede cuantificar y por ello el arte y su precio han sido y serán siempre arbitrarios. La belleza no es un factor determinante, por mucho que nos duela a los que creemos apreciarla. Y no, por desgracia, la belleza tampoco nos va a salvar.

No tiene ese poder pues como decíamos, la belleza es subjetiva. Por debajo de capas de sensibilidad humana hacia lo bello, está el núcleo recóndito del animal egoísta y de alma autárquica. El instinto y apetito primarios.

La belleza no salva a la cebra de su predador. La belleza e inocencia, la de cualquier niña en cualquier lugar en guerra, no le salva del abuso del soldado enemigo (y creedme, me duele hasta pensarlo). Malditos abusos y malditas guerras. Maldito ser humano. La belleza no remuerde conciencias, ni crea justicia, ni otorga dignidad.

La mayor belleza está donde vivimos. Un planeta espectacular. Cicatrizado con fronteras, perforado con la codicia e ignorado con la estupidez más supina. La belleza del planeta no lo va a salvar, no salvó de la extinción a ningún animal y no nos puede salvar del lobo que es el hombre para el hombre.

La belleza nos puede aliviar, distraer y apaciguar; incluso alejarnos del animal de alma autárquica. Pero esta vez no estoy de acuerdo, Fedor. La belleza nunca nos ha salvado y dudo mucho que nos salvará.

 

Este post forma parte de #lacitaperfecta un estimulante proyecto que estoy desarrollando junto a mi hermana. Un juego que consiste en destapar con cierta periodicidad una cita célebre y escribir un post inspirados por la misma. Dos perspectivas de vida de dos juntaletras que por circunstancias están lejos en lo geográfico, pero muy cerca de corazón.

lunes

Consumando el ocio. La ciudad como parque temático

Me ocurre desde hace mucho tiempo, o al menos batante, considerando una existencia vital de 28 años. Y es que, en el momento en el que dejé de poblar las plazas, de jugar al escondite entre portales y coches aparcados me percaté de la existencia de un malestar que, como digo, me acompaña periódicamente y del que salgo con suma trivialidad. El ocio, la manera de aburrirse colectivamente y divertirse como consecuencia había cambiado. Todo ello me lleva a una conclusión, lo contrario de consumir no es el comunismo. Hoy en día, lo contrario de consumir es aburrirse; y el tedio es el mayor enemigo de una sociedad con prisa.

El proceso es siempre el mismo, se abre ante mí el abismo de que no existe diversión sin consumo. No recuerdo o, al menos recuerdo pocas, una ocasión en la que encontrar a un familiar, amigo o conocido no tuviera como fin de una manera directa o indirecta, una actividad de consumo.

Me considero privilegiado de tener amigos y familiares que aman pasear sin más o charlar sentados en un banco del parque, pero me doy cuenta de que no es la norma. Todo lo que nos rodea nos incita a consumir como sinónimo de hacer algo. Consumir para no aburrirse. Comprar momentos de felicidad. Definiendo nuestro ocio por momentos de consumo.

 "¿Es ésto algo malo o negativo?", me pregunto a mí mismo a continuación. Como en todo, depende del enfoque. Es posible que sea un hecho meramente evolutivo o antropológico, el ser humano siempre se ha relacionado en búsqueda del bien propio siempre en primer término y solo después, en pos del bien común. Desde esta perspectiva es lógico que los adultos nos relacionemos buscando un beneficio personal, una recompensa. Cambiar dinero por productos, servicios, espectáculos...por ocio al fin y al cabo nos consuela. Obtenemos una recompensa personal de manera conjunta.

Quizás, entonces, no sea del todo negativo este consumismo 24 horas, si vivido en su justa medida. Pero es entonces cuando mi mente abstrae la última y triste pregunta; que parece alejarse del tema pero resulta ser la pregunta más hiriente "¿Qué nos diferencia de los niños? ¿Por qué no nos divertimos y relacionamos como ellos?" Una reciente campaña de Mayoral tocaba esta sensible fibra.

La respuesta a esta pregunta no es sencilla. Bajo el superficial mantra de que éso significa madurar, la espontaneidad y felicidad infantil olvidada, hace que toda respuesta razonada se desmorone como un castillo de naipes. Duele por la nostalgia y porque deja la sensación de que como adultos hemos banalizado nuestro tiempo, vendiéndolo al mejor postor. En ese momento una fuerza vital me arrastra: quiero jugar, hablar, divertirme y aburrirme con familiares, amigos y conocidos, eligiendo si consumir o no, pero aprovechando mi tiempo. Quiero elegir si consumir en un lugar y no que cada lugar que elija sea, directa o indirectamente, de consumo.